El Adolescente: La identidad perdida
Cuando los hijos están por entrar a la adolescencia, o ya están iniciando ese período de crecimiento, es común escuchar a los padres referirse con gran pesar o temor a ellos con frases como: “No me quiero imaginar el infierno que nos espera” o “Lo que nos espera no es chiquito”.
Es importante saber que la adolescencia es la época en que los hijos pasan factura a sus padres por las situaciones vividas en sus años anteriores.
De igual importancia es saber que la adolescencia no es sinónimo de vida frustrada, dificultades, gritos, peleas, rebeldías y todo lo negativo que vamos enunciando desde que nuestros hijos están encaminados a esa etapa evolutiva.
Justo al contrario, nuestros hijos pueden vivir una vida plena, feliz y satisfactoria incluso teniendo los conflictos internos característicos de la adolescencia, como son el cuestionamiento y la búsqueda de identidad y libertad.
Aun cuando el adolescente pase por la etapa de crisis de los cambios físicos, psicológicos y familiares, puede asumir satisfactoriamente la tarea de aceptar la pérdida de esa infancia.
Cuando el niño ha crecido en un ambiente familiar armonioso que lo acepta, lo apoya en sus progresos y dificultades, cuidando su salud mental y emocional, sus cualidades personales le permitirán adaptarse a los cambios y las exigencias que le traerá la transición niño-adolescente-joven-adulto, comprendida entre los 12 y los 21 años.
Una descripción fiel de esta etapa es la búsqueda de la identidad sin saber cómo encontrarla. El adolescente quiere llegar a ser alguien y no se da cuenta de que ya es alguien con un sin número de potencialidades y habilidades muchas veces desconocidas, pero que realmente ya posee para desarrollar y ofrecer.
El conflicto se presenta cuando el adolescente inicia los ensayos necesarios para consolidar su identidad y estos son mal vistos o rechazados por su familia y la sociedad.
Esta búsqueda es muchas veces frustrante y desgastante al punto que nuestros hijos se convierten en seres desconocidos que muestran un comportamiento oposicional y desafiante, pareciera que pelean con todo y todos, y cuestionan todo cuanto era aceptado anteriormente: familia, religión, sociedad, cultura, etc.
La búsqueda de identidad se reflejará en su forma de vestir, de hablar, en el alejamiento de los padres y el acercamiento a otros jóvenes, en el arreglo o desarreglo que tenga en su casa o habitación, en sus ideas radicales etc.
Su identidad se irá estructurando en la medida que los padres manejen estas situaciones, su actitud y su comportamiento -idealmente tolerando y guiando estos cambios- para lograr una transición exitosa.
Los mayores temores de los padres son que los ideales o modelos de sus hijos sean negativos, representando un riesgo proyectado en conductas desviadas que se instauren como una forma de vida en la que se pueda estar arriesgando hasta la misma vida. Por ejemplo las famosas carreras de carros, el uso de drogas, conductas antisociales, la promiscuidad sexual o actividad sexual irresponsable que lleve a embarazos no deseados, abortos y enfermedades de transmisión sexual; y las adicciones comunes hoy día tales como: tabaquismo, alcoholismo y la ludopatía (adicción al juego) etc.
Ahora bien, una transición adecuada, apoyada y supervisada por los padres permitirá al adolescente encontrar eso que andaba buscando, que no es más que su propia identidad.
Esta nueva identidad le abrirá las puertas a su vida como joven adulto y le permitirá establecer relaciones diferentes con sus padres, amigos y la sociedad, relaciones que estarán perfiladas por sus intereses que, aun siendo diversos a los que quizás los padres se imaginaron, serán definidos por ellos mismos; por ejemplo, qué estudiarán y la pareja que elegirán.
La búsqueda de identidad es importante e inevitable. Por eso se dice que cuando una familia tiene uno o varios hijos en la adolescencia es cuando su danza familiar sufrirá más cambios.
Si los padres no se prestan a ser flexibles y tolerantes, esta búsqueda podría convertirse en un campo de batalla.
Lo importante es no proyectar nuestras frustraciones de juventud en nuestros hijos ni convertirnos en sus muletas emocionales o en sus verdugos. La comunicación, el respeto y la solidaridad deben de ir de la mano para poder salir airosos de esta búsqueda.